Hablamos con…
Dolors Comas d’Argemir Cendra es catedrática de antropología social y cultural en la Universidad Rovira i Virgili. Doctora en Filosofía y Letras por la Universidad de Barcelona, Comas tiene formación postdoctoral de l’École des Hautes Études en Sciences Sociales y del Laboratoire d’Antropologie Sociale de Paris.
Ha sido concejal del Ayuntamiento de Tarragona entre 1995 y 2003 y diputada del Parlamento de Cataluña entre 1999 y 2006. Desde esta doble vertiente, académica y política, ha estado trabajando sobre violencia contra las mujeres, medios de comunicación, el derecho a cuidar y a ser cuidado. Ha impartido cursos, seminarios y conferencias en universidades españolas y extranjeras y ha publicado numerosos artículos en revistas académicas.
Ha trabajado sobre el papel social de las mujeres, los cambios en la familia, la ecología política y los cambios culturales. Es autora de Trabajo, género y cultura (Icaria), Antropología económica (Ariel), Los límites de la globalización (Ariel. Las investigaciones más recientes se han centrado en la implicación de los hombres en los cuidados de larga duración, así como en las necesidades derivadas del envejecimiento. Destacamos de esta etapa el libro El cuidado de mayores y dependientes: avanzando hacia la igualdad de género y la justicia social (del que es editora junto a Sílvia Bofill y publicado en Ed. Icaria, 2021). Recientemente ha dirigido una investigación con el título: El cuidado importa. Impacto de género en las cuidadoras/es de mayores y dependientes en tiempos de la Covid-19, en la que han participado equipos de diez universidades españolas.
El pasado martes 23 de mayo, Comas participó en el seminario ‘Soledad no deseada en la era digital’ organizado por la Fundación Víctor Grifols i Lucas y la Fundación Mémora, y participó en la mesa de debate “Monitorización y algoritmos: ¿nos hacen sentir menos solos?”.
Sí, los cuidados sociales han sido los grandes olvidados durante la pandemia. Recordemos la crisis en las residencias de personas mayores y dependientes, y el insoportable número de fallecimientos que se produjeron. No se hicieron previsiones al respecto, pero es que, además, el colapso del sistema sanitario hizo que se dejaran prácticamente a su suerte.
Si. Tengamos en cuenta también el drama de muchas familias con personas dependientes a su cargo, que padecieron muchísimo, al suspenderse servicios de cuidado (atención domiciliaria, centros de día) y no contar con apoyos externos. Estas son las situaciones más invisibilizadas, pues el sufrimiento sucedió puertas adentro, con muy poca ayuda. Las mujeres, principales cuidadoras en las familias, soportaron enormes sobrecargas de trabajo.
Es cierto que durante los momentos más álgidos de la pandemia hubo muchas iniciativas comunitarias de carácter solidario, especialmente con las personas mayores, a quienes se ayudaba en la compra de alimentos o medicinas, o simplemente acompañando desde el teléfono, tablets u otros medios, y, efectivamente, muchas de estas iniciativas fueron desapareciendo a medida que se iba recuperando cierta normalidad.
Pero lo que quiero destacar es que la pandemia ha revelado las carencias del sistema de atención a la dependencia. Nos las ha hecho ver y ahora no podemos mirar hacia otro lado.
Las necesidades de cuidado se han incrementado, debido a la mayor longevidad y supervivencia ante enfermedades crónicas o situaciones de discapacidad y, en cambio, el sistema de atención a la dependencia llega tarde y mal: genera menos derechos que otras políticas sociales (como la sanidad o la educación); se basa en el trabajo invisible de las mujeres en las familias, así como en empleos mal pagados, con tolerancia, además, del empleo sumergido.
Después de más de quince años desde la aprobación de la Ley de Dependencia, correspondería actualizarla y generar el derecho al cuidado.
He podido comprobar, especialmente cuando fui concejal y diputada, que en la agenda política entraban más fácilmente los temas que tenían fuerte demanda ciudadana. Y éste no es el caso del cuidado social, el que suministramos a las personas que necesitan ayuda para resolver las necesidades de la vida diaria. Al cuidado le falta politicidad, le falta demanda ciudadana, seguramente porque mezclamos sus sentimientos y obligaciones morales. Por eso mismo, estoy participando en la constitución de una Red por el Derecho al Cuidado. Está en fase muy inicial y queremos movilizarnos para conseguir el derecho a cuidar y cuidar.
En nuestra sociedad se ha ido abriendo paso un individualismo exacerbado, que hemos de superar. La pandemia ha mostrado claramente que somos vulnerables, y que solo podemos avanzar desde el compromiso y la solidaridad. Es lo que nos hace fuertes como personas y como sociedad. Nos engañamos si pensamos lo contrario. A veces digo que cuidar es una revolución, porque implica pensar en las necesidades de las otras personas y no solo en uno mismo. Si consiguiéramos que estos valores se impusieran seguramente construiríamos una sociedad mejor, más justa, más amable.
Necesariamente ha de cambiar, no porque la familia deje de tener responsabilidades en los cuidados, sino porque el derecho al cuidado no puede depender únicamente del sacrificio de las mujeres y de lo que hacen las familias. Los hombres se han de implicar también. Lo están haciendo los hombres jóvenes con la crianza y, aunque sea poco visible, lo están haciendo también hombres mayores en relación a sus esposas, por ejemplo, cuando estas se hallan en situación de dependencia.
Pero el cuidado no puede ser solo un asunto privado, de las familias. Desde las políticas públicas se deberían proporcionar servicios de cuidado de calidad. Este es nuestro presente y nuestro futuro. Se está trabajando para definir una Estrategia Europea de los Cuidados (European Care Strategy), porque este es uno de los desafíos importante que tienen nuestras sociedades. Se incrementan las necesidades de cuidados; es así. Pues necesitamos que todo el mundo se implique, nadie sobra. Y ha de dejar de ser un asunto privado y de mujeres. Es un asunto social y político.
Desde el contexto político de proximidad, como son los municipios, se puede hacer mucho para proveer servicios de cuidados, identificar las situaciones de soledad no deseada y para potenciar el cuidado comunitario. Y en esto el urbanismo tiene su importancia: barrios que tengan servicios suficientes, redes de apoyo, distancias para recorrer a escala humana. El urbanismo feminista ha hecho propuestas muy interesantes en este sentido.
No hay que imaginar mucho, porque cada vez está más claro por dónde hay que ir. Las personas quieren envejecer en su hogar y en el contexto comunitario en el que tienen redes de apoyo, amistades, lugares donde ir a entretenerse, a aprender, o a compartir. Si tenemos en cuenta esta, entonces, el sistema de cuidados ha de facilitarlo y una manera de hacerlo es incrementar la atención domiciliaria, para hacer posible la permanencia en el hogar. Las residencias seguirán siendo necesarias, pero han de reorganizarse, conformando unidades de convivencia de 12-15 personas y huyendo pues de las macro-residencias. Y no olvidemos que debería haber unas políticas habitacionales que permitan situaciones intermedias entre el hogar y el centro residencial: viviendas con servicios, viviendas colaborativas (cohousings)… ¡Hay tanto para hacer!