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Carmen Tomás-Valiente es catedrática de Derecho Penal de la Universitat de les Illes Balears y ha realizado parte de sus estudios doctorales en el Max-Planck-Institut für ausländisches und internationales Strafrecht de Freiburg. Complementa su actividad profesional con su participación en el Comité de Ética asistencial del Hospital Universitario Son Espases de Palma de Mallorca.
Desde su creación tras la aprobación de la Ley LORE, Tomás-Valiente también es vocal de la Comisión de Garantías y Evaluación de la eutanasia (CGyE) en Islas Baleares. Precisamente, la regulación de la eutanasia y el suicidio asistido es uno de los ámbitos en los que se ha especializado, junto con las cuestiones bioéticas asociadas a ella. Así, ha fomentado su faceta como investigadora mediante libros sobre eutanasia como La cooperación al suicidio y la eutanasia en el nuevo código penal, publicado en el año 2000, o artículos sobre temáticas como la protección de los datos sanitarios, el concepto de dignidad humana y sus aplicaciones jurídicas en bioética.
Forma parte también del Patronato de la Fundación Coloquio Jurídico Europeo y fue miembro del Comité de Ética Asistencial del Hospital Clínico Universitario de Valencia durante 12 años.
El pasado martes 27 de junio, Tomás-Valiente participó en el seminario “Eutanasia: retos éticos, jurídicos y administrativos” organizado por la Fundació Víctor Grífols y la Fundación Mémora, con su conferencia “Los límites del derecho a la eutanasia en una sociedad democrática”.
La Ley Orgánica 3/2021, de Regulación de la eutanasia (LORE) va mucho más allá de una mera despenalización (en el sentido de “no castigo”) de conductas anteriormente constitutivas de delito (del art. 143.4 del Código penal). Establece un verdadero derecho subjetivo del enfermo (siempre que satisfagan determinados requisitos) a obtener la ayuda para morir, que se configura como una prestación sanitaria cubierta por el Sistema Nacional de Salud. Según el artículo 5.1. de la LORE, son titulares del derecho las personas mayores de edad, de nacionalidad española, residencia legal en España o certificado de empadronamiento que acredite un tiempo de permanencia en territorio español superior a doce meses, y capaces y conscientes en el momento de la solicitud (con la salvedad, a este último respecto, de la operatividad de las instrucciones previas). La prestación podrá realizarse en centros sanitarios tanto públicos como privados o concertados, y en el domicilio particular del enfermo (art. 14), y puede adoptar cualquiera de estas dos formas, a decisión del paciente: asistencia médica al suicidio (que el profesional prescriba o suministre al enfermo las sustancias que este ingerirá por sí mismo) o eutanasia activa en sentido estricto (la administración directa por el profesional de las sustancias que producirán la muerte).
Como todas las normas que regulan la eutanasia, el legislador delimita las situaciones o circunstancias sustantivas de enfermedad en las que necesariamente ha de encontrarse la persona con voluntad de morir para poder obtener la ayuda médica en el adelantamiento de su muerte. La LORE prevé dos situaciones. Por un lado, la “enfermedad grave e incurable” definida en el art. 3c) como “la que por su naturaleza origina sufrimientos físicos o psíquicos constantes e insoportables sin posibilidad de alivio que la persona considere tolerable, con un pronóstico de vida limitado, en un contexto de fragilidad progresiva” (interesa insistir en que no se limita al contexto de terminalidad). Por otro lado, prevé la situación de ”padecimiento grave, crónico e imposibilitante”, entendido como “situación que hace referencia a limitaciones que inciden directamente sobre la autonomía física y actividades de la vida diaria, de manera que no permite valerse por sí mismo, así como sobre la capacidad de expresión y relación, y que llevan asociado un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece, existiendo seguridad o gran probabilidad de que tales limitaciones vayan a persistir en el tiempo sin posibilidad de curación o mejoría apreciable” (art. 3b), con lo que se incluyen situaciones como las secciones medulares o las enfermedades neurológicas progresivas –ELA, distrofia muscular progresiva, gran discapacidad a resultas de accidentes cerebrovasculares, etc.
Destacaría también el hecho de que la LORE prevé la operatividad de las instrucciones previas: un paciente que “no se encuentra en el pleno uso de sus facultades ni puede prestar su conformidad libre, voluntaria y consciente para realizar las solicitudes” pero que previamente haya suscrito un documento expresando su voluntad de que se le ayude a morir en determinadas circunstancias tendrá el derecho a obtener dicha ayuda siempre que se encuentre en alguna de las dos situaciones anteriormente descritas (art. 5.2). Ello significa que la persona, ahora demenciada, que dejó patente su voluntad podrá recibir ayuda a morir, por ejemplo, si esa demenciación supone un padecimiento imposibilitante en el sentido del art. 3b, pero únicamente si esa situación le produce un gran sufrimiento físico o psíquico. Por mucho que hubiera instrucciones previas, el tenor de la norma excluiría, a mi entender, la posibilidad de ayudar a morir a la persona totalmente demenciada pero que no padece.
Como último rasgo central de la LORE, destacaría el sistema de control diseñado para evitar una práctica abusiva y garantizar su constricción a las situaciones legalmente previstas. La LORE opta por un sistema totalmente escorado a un control ex ante, ya que requiere una autorización previa de cada caso por un órgano administrativo (las Comisiones de Garantía y Evaluación de cada comunidad autónoma). Esto constituye una peculiaridad muy notable del sistema español en el conjunto del Derecho comparado.
A mi juicio lo relevante no es tanto cómo lo defina la propia LORE sino cómo lo ha hecho el Tribunal Constitucional en su sentencia 19/2023, de 22 de marzo, por la que resuelve uno de los dos recursos de inconstitucionalidad presentados contra la norma. A pesar de que no resultaba estrictamente necesario para dirimir el recurso, la sentencia considera que el derecho a autodeterminarse respecto de la propia muerte en circunstancias eutanásicas (y a obtener ayuda de terceros para ello) forma parte del derecho fundamental a la integridad física y moral del art. 15 de la Constitución (CE), interpretado de acuerdo a los parámetros de dignidad y libre desarrollo de la personalidad del art. 10 CE. De esta idea se deriva una consecuencia enormemente relevante, la de dificultar en grado sumo una eventual derogación completa de la ley por una nueva mayoría legislativa.
Un derecho fundamental es aquel cuyo contenido esencial ha de ser necesariamente respetado por el legislador sea cual sea la mayoría parlamentaria de que se disponga. Por ello, una vez la obtención de ayuda para morir (en determinadas circunstancias de enfermedad) se reconoce como derecho fundamental, la devolución de todas estas conductas al Código Penal resulta poco menos que inviable. Dicho de otro modo: si con una nueva Ley orgánica se derogara la LORE y se regresara a la anterior situación de prohibición penal, dicha nueva ley podría ser recurrida ante el TC por vulnerar el derecho fundamental, y con la doctrina sentada por la STC 19/2023, tendría todos los visos de ser declarada inconstitucional. Otra cosa es que esa eventual nueva mayoría parlamentaria pudiera realizar algunas modificaciones que sí pasaran el filtro de constitucionalidad, pero creo que con esta sentencia la vuelta a la completa prohibición penal resulta inviable.
Una segunda consecuencia del carácter fundamental (aunque menos relevante que la anterior) es que las denegaciones de la solicitud de la prestación que hayan agotado toda la vía ordinaria (esto es, que la primera denegación por la respectiva Comisión de Garantía y Evaluación haya sido confirmada en la jurisdicción contencioso administrativa tras haberla recurrido el paciente) serían susceptibles de recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional.
El debate en relación con la eutanasia se planteaba en un principio alrededor sobre todo de la enfermedad terminal (un contexto en el que por ejemplo se realizaban grandes esfuerzos por distinguir la eutanasia “directa”, todavía punible en la mayoría de los países, de la sedación paliativa con un cierto adelantamiento de la muerte -la llamada “eutanasia indirecta”, en una terminología hoy ya casi desaparecida- que sí se consideraba lícita); aunque pronto quedó patente que con ello no se abarcaban situaciones muy dramáticas como las de las enfermedades degenerativas que abocan a una dependencia progresiva (al margen del tiempo de vida del paciente, que puede ser muy prolongado). A partir de ahí, diría que el debate actual gira en torno a la conveniencia de ampliar esos presupuestos habilitantes y a si deben o no incluirse otro tipo de supuestos, como determinados casos de enfermedades psiquiátricas (siempre que se encuentre preservada la capacidad de decisión del paciente) o el diagnóstico inicial de demencia.
Los modelos por los que apuestan los países que han regulado la cuestión son bastante variados entre sí. Existen importantes diferencias en todos los aspectos centrales de cualquier regulación. Hay diversidad, en primer lugar, en las concretas conductas que pueden llevarse a cabo para ayudar a morir a quien lo solicita. Por ejemplo, los estados norteamericanos que disponen de normativas al respecto solo admiten la ayuda al suicidio pero nunca la producción directa de la muerte, lo mismo que Alemania en su muy particular regulación, mientras que la mayoría de los países que han legalizado, entre ellos la LORE, admiten las dos modalidades.
También hay divergencias, en segundo lugar, en la definición más o menos estricta o laxa de los presupuestos habilitantes. En los estados de Estados Unidos, por ejemplo, se requiere una situación de práctica terminalidad, lo que contrasta totalmente con las regulaciones de Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo, que ponen el acento no en el tipo de enfermedad sino en que concurra “sufrimiento insoportable” o un “sufrimiento físico o psíquico insoportable”, lo que ha permitido ir ampliando por vía interpretativa los supuestos incluidos (entre los que se cuentan no solo los supuestos de grave discapacidad provocados por ejemplo por enfermedades neurológicas, sino sobre todo la enfermedad psiquiátrica). En este aspecto, la LORE se sitúa en un punto yo diría que intermedio, puesto que no exige terminalidad pero (a mi juicio, aunque este es un extremo muy discutido en la interpretación de la LORE) no abarca la enfermedad psiquiátrica (con mejor o peor fortuna en la forma de argumentarlo, lo entiende así también la STC 19/2023).
Y en tercer lugar, existen divergencias sobre el modelo de control, y quizás es en este punto en el que la LORE resulte más especial. Junto a la ley portuguesa (que todavía no ha entrado en vigor) la LORE es la única norma en Derecho comparado que al visto bueno de los profesionales añade la necesidad de la autorización de cada caso por un organismo administrativo (las Comisiones de Garantía y Evaluación de cada comunidad autónoma). Y es la única también que configura la prestación como un derecho subjetivo jurídicamente exigible -si se cumplen los requisitos legales, obviamente-, permitiendo al solicitante recurrir la denegación de los médicos ante la Comisión, y en caso de denegación por esta última, llegar a recurrir ante los tribunales. En esto el modelo español es muy peculiar.
Afortunadamente, el principio o valor de dignidad suele utilizarse no tanto en las normas concretas que regulan la eutanasia (desde luego la LORE no la menciona en su articulado cuando describe los específicos requisitos de enfermedad o sufrimiento que necesariamente han de concurrir para que pueda estimarse la solicitud) como en el debate previo en torno a la justificación de su legalización, sobre todo desde el punto de vista constitucional (de ahí que la LORE sí la mencione en distintas ocasiones en la Exposición de Motivos, que es donde pretende defender la nueva regulación como la opción legislativa que mejor encaja en el conjunto de valores y derechos constitucionales). Digo “afortunadamente” porque el concepto de dignidad es extremadamente lábil e impreciso (no está definida en la Constitución, por ejemplo, aunque su art. 10 la considere junto a otros valores “fundamento del orden político y de la paz social”), y haberla utilizado en el articulado hubiera dado pie sin duda a dificultades interpretativas (la propia jurisprudencia del Tribunal Constitucional le ha atribuido significados muy diversos, identificándola con la autonomía moral del individuo, la prohibición de cosificación del ser humano, una exigencia de respeto por el otro, etc.).
En un sustrato tan delicado como el que regula la LORE, es inevitable que existan supuestos discutibles, y por ello la LORE permite a las Comisiones de Garantía y Evaluación solicitar todos los informes y evaluaciones que considere necesarios para poder valorar la capacidad de la persona solicitante. A mi juicio el problema más importante a este respecto no es tanto digamos “fáctico” (siempre habrá, como digo, casos que puedan resultar complejos) como estrictamente jurídico, y viene dado por la entrada en vigor, solo unas semanas después de la LORE, de la trasformación del régimen jurídico de la capacidad en el ordenamiento español con la Ley 8/2021. Dado que el punto de partida de toda esta transformación es el de considerar que debe potenciarse el ejercicio de autonomía de las personas con discapacidad, completando con la necesaria provisión de apoyos las carencias que a este respecto puedan presentar, me parece que es imprescindible aclarar si la LORE admite o no esta posibilidad. Personalmente defiendo que no es así, y que si una persona no tiene la capacidad de hecho necesaria para formar su voluntad exclusivamente por sí mismo no debería admitirse la intervención de la provisión de apoyos; pero lo cierto es que en este momento existe controversia a este respecto y me parece imprescindible despejarla.